viernes, enero 06, 2012

A 6,570 días del levantamiento armado de EZLN/III

Gaspar Morquecho/Foto: R. Reynoso

Es muy probable que el 31 de diciembre de 1993, 2 horas antes de la hora 0 zapatista, el Sub Marcos estuviera vestido con su negro atuendo militar de invierno y ciñéndose a la cintura su revólver Colt 44, cañón de 4” y de 5 tiros. Había cumplido –días más, días menos -, 36 años con 5 meses. A esas horas Alejandro Ruiz y yo le dábamos a doña Conchita los pormenores de nuestro viaje a San Miguel en la cañada de Patihuitz. Lo único claro era que “algo podría pasar”.



Como quiera, a pesar de las evidencias de la rebelión frente a nuestras narices y con unos tragos de ron “entre pecho y espalda” me lance a La Bamba a seguir la fiesta de fin de año. Era un antro recién abierto que competía con La Galera y el Madre Tierra. Lugares de pachecos, borrachos, hipitecos de la primera y segunda generación, fotógrafos, poetas, aventureros y los infaltables… izquierdosos. Al ritmo de salsa o regué dábamos nuestros peores pasos estimulados por el ron, el tequila, mojitos o por alguna yerba del demonio.
A las 2 horas del 1 de enero de 1994, salí de La Bamba. Había sido una jornada de al menos 19 horas y había que descansar el cuerpo. Seguramente el vochito contaba con suficiente gas. Salí por la calle Benito Juárez rumbo al boulevard Juan Sabines, y enfilé rumbo a Comitán. A la altura de la gasolinera de los Aguilar - ubicada frente a Mercaltos -, había una hilera de tabicones de concreto sobre el asfalto que impedía en paso: “Pinches locos”, me dije. “Chíngue a su madre”, metí reversa y tomé el carril en sentido contrario para toparme ahora con hilera de tambos. ¡Oh que la chingada! Que me meto a la gasolinera para darles la vuelta y… ¡Sorpresa! Unos veinte guerrilleros apuntando con sus armas me detuvieron con todo y el infalible vocho. ¡Puta madre, aquí están estos cabrones! Dije. Bajé sin alejarme del vochito y les grité: “Llevamos un año buscándolos y no asomaban”. Me presente: “soy periodista de Tiempo”. Sin más, la persona al mando dio la orden: “Denle la declaración de guerra al periodista”. Momentos después se acercó un miliciano con una declaración húmeda pues estaba pegada con resistol en algún muro. Estaban frente a mi los guerrilleros y en mis manos la evidencia escrita del levantamiento.
Regresé a la casa de Tiempo. Ahí estaba doña Conchita, nerviosa, con teléfono en mano recibiendo los primeros reportes de los vecinos: “Doña Conchita por San Ramón entró mucha gente armada”, “Gente armada asaltó la delegación de la Procuraduría de Justicia”. Por su parte Conchita buscó información con el jefe de la 31 zona militar y la policía sin obtener mayor información, además, habló con todos los periodistas registrados en su agenda para informarles lo que hasta esos momentos se sabía de la toma de San Cristóbal de Las Casas por “gente armada”.
“Conchita, aquí está la declaración de guerra”, le dije. Sin más, la tomó y pidió que a calor de plancha la secaran para cortarla en dos tantos y así faxearla a todo lo que daba su agenda. Hablé con Rosa Rojas de La Jornada y ya estaba lista para salir rumbo al aeropuerto de la Ciudad de México para trasladarse a Chiapas pues Conchita había hecho contacto con ella. Serían entre las 3 y 4 de la madrugada.
¿Qué seguía? Ir a ver en vivo y en directo que estaba pasando.
“Conchita me voy a ir a dar una vuelta para ver quiénes son estos cabrones”. De inmediato se apuntó su hijo Amado y un su amigo. A mentadas de madre, Conchita, trató de impedir que los muchachos se subieran al vocho. “No los llevo si no le dicen a Conchita que van por su cuenta y riesgo”, les dije. Lo hicieron y nos alejamos escuchando las mentadas de madre de doña Conchita.
Nos dirigimos a la delegación de la Procuraduría de Justicia y, efectivamente, los guerrilleros la habían asaltado. Habían roto cristales (alguno de ellos resultó herido en un brazo en esa acción), quemado archivos, desarmado a los vigilantes y liberado a los presos que ahí estaban. Habían asaltado el cuartel de la policía municipal, de la Federal de Caminos ubicados en el boulevard Juan Sabines y, el corralón. Seguimos rumbo al poniente y en el puente del río Amarillo nos detuvo otro retén guerrillero. Era más evidente que habían tomado bajo su control todos los accesos a la ciudad de Las Casas. Entonces subimos por la Nueva Primavera, edificio sede la Subsecretaría de Asuntos Indígenas que desde el mes de agosto de 1993 había sido tomada por 500 indígenas expulsados de San Juan Chamula. Regresamos a la casa de Tiempo.
Quedaba por ver que estaba pasando en el centro de la ciudad.
Al amanecer, Amado Avendaño - con sus inolvidables saco café y sombrerito - y yo… nos fuimos por la nota. Estacionamos el vochito en la esquina de Insurgentes y Francisco I. Madero (digamos que fue en la esquina que hace la Independencia y la Revolución Mexicana). Ahí, una insurgente resguardaba el lugar y obstaculizaba el paso con una escuálida e improvisada barricada montada con algunos muebles de oficina del Ayuntamiento. A pie me dirigí hacia el edificio de la Presidencia Municipal. Amado se quedó en la esquina gritándome: “¡No vayas! ¡Te van a matar!”
No hice caso. La joven guerrillera no me impidió el paso. Usando un camuflaje de más borracho de lo que estaba, cruce la plaza. Guerrilleros armados sentados en una banca, sin hacer ni decir nada, también me dejaron pasar. La Presidencia Municipal había sido asaltada. Los papeles de los archivos yacían en el piso frente al edificio de dos niveles - construido entre 1881 y 1900 con mano de obra indígena -. Más confiado, subí a la segunda planta y una treintena de guerrilleros estaban en el vestíbulo de las oficinas del autentiquísimo coleto y presidente municipal, Mario Lescieur Talavera. Sentados y sin pena alguna, comentaban las experiencias de la noche madrugada reciente. Habían derribado una pequeña escultura de Bartolomé de Las Casas, saqueado los archivos y derribado anaqueles del Archivo Histórico Municipal. Apenas y me volteaban a ver. Hombres y mujeres zapatistas - salvo las/os jefas/es insurgentes -, llevaban el rostro descubierto. Eran indígenas de Chamula, Larrainzar, El Bosque, Simojovel, Zinacantán, Chanal, Huixtán y San Cristóbal de Las Casas.
Bajé y en los corredores de “palacio” estaban montones de medicamentos y una que otra silla de ruedas, producto del saqueo de la farmacia Bios. Las pintas sobre los muros rezaban: “Viva el EZLN”, “Revolución o muerte”, y otra, haciendo sarcasmo de una declaración de Patrocinio González Garrido decía: “No hay guerrilla”. Varios impresos de la declaración de guerra habían sido pegados a lo largo de la fachada del inmueble.
Levantaba y revisaba algunos papeles de los archivos regados en la plaza cuando un hombre, con un atuendo negro de pies a cabeza, se acercó. Venía del carro de mando. Una combi, color claro, quizás beige, y estacionada en la esquina de Miguel Hidalgo bajo el resguardo de la mayor Ana María. Como dicen por acá… Lo quedé mirando. Era alto, blanco, de tez blanca, manos largas, delgadas. Se veía fornido (después nos enteramos que era más ropa) y pálido. Debajo del pasamontañas de estambre (con todo y bolita) se notaba la barba larga. La prenda permitía ver sus ojos, digamos, amielados, y sobresalía su nariz.
Me presenté: “Fulano de tal del semanario Tiempo”. “Ah, de Chiltak, de Tiempo, Amado, Conchita”, contestó. Me dije: “Puta, nos conoce a todos. ¿Quién es este cabrón?” Y empezó una charla de unas dos horas que era interrumpida por Marcos para ir a la Combi a recibir información de la toma de otros poblados y seguramente de incidentes graves como la muerte del Sub Pedro en Las Margaritas.
“Todo empezó hace diez años…” dijo, y le siguió la breve historia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Advirtió, “Son miles los compañeros…” “Sus demandas son atendibles… tierra, techo, trabajo…”, reclamó. Se iba al carro de mando y al regresar comentaba: “ya tenemos otros poblados” y, para mi sorpresa, retomaba la plática ahí donde la había dejado. El tipo andaba al cien. Al preguntar por la ANCIEZ contestó teatralizando y modulando la voz: “Resurgirá como el Ave Fénix”… Previendo lo que podría seguir afirmó, con solemne seriedad: “Ya no habrá descanso”
Se había cumplido la profecía de don Amado Avendaño. Cada vez que publicaba un abuso contra los indios en Tiempo (su semanario pueblerino - fundado 36 años atrás -de 4 páginas, a veces de 6 y cuanti más de 8, e impreso en maquinaria del tiempo de los Picapiedra), en la Columna de Ana Lisis, aseguraba: “Un día de estos se van a levantar los indios”.
Al fin se animó Amado. Se acercó a la plaza y estuvimos, juntos, entrevistando a Marcos. De verdad que iba por la nota. Sacó su cuadernillo hechizo con tiras de papel para las pruebas del linotipo engrapadas y empezó a escribir sus notas.
El insurgente se veía contento. Satisfecho con su poema colectivo: la toma de San Cristóbal. Confiado, nunca tuvo en sus manos ni la escopeta ni la Uzi. A veces un escolta lo acompañaba. Cualquier mala-madre pudo acercarse y meterle un tiro.
Poco a poco nos vimos rodeados por más gente que iba a enterarse qué estaba pasando, más confiada, con menos temor, mientras que parte de la coletada del Centro se refugiaba en las cisternas. Un indígena presbiteriano expulsado chamula de la ORIACH se acercó para decirme: “Se llegó el día”. Manuel Cuello alarmado me decía: “Se vinieron a meter a la boca del lobo”. Pablo González Casanova Jr., encolerizado - señalando hacia unos niños acompañados por un anciano con bordón -, encaraba y le reclamaba a Marcos: ¿Por qué los usas como carne de cañón? ¿Qué, estás esperando a que llegue el ejército y los mate? El Sub encabronado le respondió primero: “No. Te estábamos esperando a ti. Y luego, “Mejor ve a preguntarle a ellos porque están aquí”. Después yo pregunté: ¿Van a negociar? Sí. Fue su respuesta. “¡¿Ah chinga?! No le creí. ¿Y cómo? Marcos percibió que dudaba de sus palabras, más encabronado y tomando su escopeta contestó: “Con las armas en la mano”.
El comentario del chamula indicaba que estaban a la espera del levantamiento o había sido una revelación de la lectura de la Palabra de Dios en la Biblia. Los comentarios de los 3 mestizos obedecían al conocimiento de la brutalidad de las fuerzas armadas en la historia de Chiapas y Centroamérica, a una visión paternalista y al desacuerdo con la lucha armada. Las respuestas de Marcos obedecían a sus convicciones, al derecho de rebelarse, a la firmeza expresada en su encabronamiento… En todas se puede encontrar una respuesta humana y digna.
Más tarde, Justus Fenner, - que había colaborado en la recuperación del Archivo Histórico Municipal -, me pidió que le solicitara al jefe insurgente su resguardo. Marcos atendió la petición. Al medio día, en la plaza frente a Palacio había cientos de personas escuchando lo que decía el Sub. Alguien le llamó “comandante” y él respondió: “Ojo, Subcomandante Insurgente Marcos”. Fue cuando nos enteramos del nombre y rango del guerrillero.
En algún momento, a un zapatista se le fue un tiro y la gente salió en desbandada de la plaza.
Antes del medio día había llegado Rosa Rojas y me comentó que en el retén zapatista a la altura de San José Bocomtenelté estaban varados varios periodistas. La periodista había caminado, al menos, 8 kilómetros. Le comenté a Marcos. “Hay lo veo” dijo. Después, los periodistas nos informaron que había llegado a la ciudad en las unidades rebeldes. Luego, el Sub me pidió que “organizara una conferencia de prensa a
las 12 horas”. A esa hora, y frente a corresponsales y enviados de los principales medios del país, un zapatista leía:

“Declaración de la Selva Lacandona. Hoy decimos ¡Basta! Al pueblo de México. Hermanos Mexicanos. Somos producto de 500 años de luchas….”

Después, los periodistas buscaban la entrevista con Marcos que no dejaba de contestar a cuanta pregunta le hacían. Además, se daba tiempo para responder a un turista radical que, sin entender un carajo de lo que estaba pasando, quería llegar a Palenque: “Disculpe usted las molestias. Esto es una revolución”, le espetó el Sub.
Después del medio día un avióncito Pilatus - de manufactura suiza -, de los 88 adquiridos por México, sobrevolaba a las orillas de la ciudad. Seguramente con una misión de observación. Era la primera repuesta militar del Ejército Federal.
Durante la jornada hice un brake y fui por una chela para aliviar la desvelada/borrachera/cruda que me cargaba. Las juchas habían abierto su restorán. Me hice de una lata de cerveza fría y bebiendo regresé a la plaza. Me topé con miliciano que me apuntó con su arma. Seguí y luego me topé con el Sub. Él con la Uzi al hombro y yo con la chela en mano. Me vio y dijo: “Acabamos de tomar la bodega de la Coca… después vamos por la de la cerveza”. Sonreí y le contesté: “hacelo y verás como te quedas sin apoyo”. Luego me subí al vochito para ir a mirar mi casa. Los zapatistas habían movido el retén de la gasolinera al periférico oriente y a la altura de las instalaciones de “Especies Menores”. Un miliciano con su SKS al hombro estaba al mando de la posición táctica. Por más que insistí no me dejó pasar.
Entraba la tarde. Con Rosa Rojas, fotógrafos y otros enviados de La Jornada - convertidos, de un día para otro, en corresponsales de guerra -, nos fuimos a Chiltak. Ahí improvisaron su “oficina de prensa” y desde ahí enviaron los primeros reportajes que recibió ese diario de la capirucha.
Entrada la noche, desde un balcón del edificio municipal, Marcos se dirigió a la gente ahí reunida, les anunció que era el último contacto que tendrían con la población civil y les recomendó que se fueran a su casa. Después de un poco más de 20 horas de ocupación de San Cristóbal, estaban preparando la retirada. En la esquina que hacen las calles Diego de Mazariegos y Miguel Hidalgo - el conquistador y el independentista -, Marcos dejó un mensaje de agradecimiento y de guerra: “Gracias a todos por todo. Gracias coletos” “Nos fuimos a Rancho Nuevo”…

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