jueves, septiembre 06, 2007

“Amamantar indignación”

Más de 30 personas, la mayoría mujeres y niños, sobreviven desde hace días en un antiguo prostíbulo de La Trinitaria , al sureste de Chiapas, tras haber sido desalojados de sus comunidades en Montes Azules a la espera de que el gobierno decida dónde reubicarlos


Al borde de una carretera, aisladas de su familia y haciendo de un antiguo prostíbulo un hogar temporal para más de 20 niños. Así sobreviven las siete mujeres y madres desalojadas, por el gobierno federal y estatal, de las comunidades de Nuevo San Manuel (Nuevo Salvador Allende) y Buen Samaritano, en Montes Azules, Chiapas, el pasado 18 de agosto.

Sobreviven con lágrimas contenidas porque de nada sirve llorar. Apoyadas las unas en las otras porque a cada instante hay que resolver problemas prácticos. Está la comida, el agua, la ropa, la higiene, la lluvia que todo lo empapa. Y en el desalojo, no les dio tiempo de llevarse nada. “Esta ropa tenemos, nada más, y las que nos han dado la parroquia”, explican.

Alojadas desde hace más de diez días en una destartalada casucha al borde de una carretera del municipio de La Trinitaria , en la frontera sur de Chiapas, estas mujeres se sobreponen con infinita paciencia y fortaleza al haber perdido sus casas y sus pertenencias.

Ironías de la vida, antes de hacer de este antiguo prostíbulo un albergue para niños, habían sido alojadas en un local para fiestas. Guiños que subrayan lo absurdo del destino. Sin embargo, ellas, con la mirada alta, controlan la angustia de no saber dónde las llevarán mañana y en su voz nada se quiebra al preguntar qué se sabe de sus padres, maridos e hijos, detenidos y encarcelados tras el desalojo, ahora en una cárcel estatal de Cintalapa, Chiapas.

Es mediodía y sobre el fuego hierve el agua para la comida de estas 33 personas que conviven, desde hace once días, en menos de 40 metros cuadrados , a la espera de que el gobierno mexicano tome una decisión sobre su reubicación.

El pasado mes de agosto fueron sacados a la fuerza de sus comunidades sobre las que imperaba una demanda de desalojo desde el 2001 y que llegó ahora. Pero sin avisar. Mientras algunas de ellas aprovechan para lavarse, los niños juegan y a varios metros, aislado en la espesura, un miembro de la policía de La Trinitaria hace guardia. No sea que alguna de ellas se escape de esta cárcel sin muros ataviada tan solo con la ropa que lleva puesta, en cada mano agarrado un hijo y cargando otro a la espalda.

Desde la entrada de la derruida galera, miran curiosas pero con recelo la gran variedad de personas que se acercan hasta el lugar “para ver como están”. Cooperantes, voluntarios, miembros del gobierno, y de organizaciones de derechos humanos, periodistas, civiles, religiosos... Demasiada gente y muy pocas soluciones prácticas para un destierro que se alarga ya semanas.

“Sólo queremos que nos dejen ver a nuestros maridos, hermanos e hijos que están detenidos, para hablar con ellos y ver qué hacemos y decidir todos juntos dónde queremos ir”, dice Nicolasa Hernández Toledo en su lengua materna, el tseltal. De pie a su lado, Romelia López amamanta a Esteban, de once meses de edad, al que han tenido que llevar al hospital “porque tenía mucha diarrea y vómito”, explica. Otro de los pequeños llora desconsolado en los brazos de su madre, rascándose la cabeza porque tiene piojos, mientras uno de los más grandes se cura, poco a poco, de varicela. Los demás juegan, atropellados y curiosos. Incluso aquí, los niños siguen siendo niños. Pero niños que absorben, aún sin saberlo, la indignación de su familia. Que ven sufrir a sus madres y que empiezan a imaginar la razón de por qué hace días que no ven a sus padres. Niños y niñas que consiguen disfrazar con juegos alrededor de uno de los camiones que les trae el agua, la seria y reflexiva mirada que se escapa fugaz de sus ojos oscuros.
Al interior de la casucha, donde duermen desde hace días, está oscuro, hace calor y está lleno de moscas. “A las cinco de la mañana no hace tanto calor sino mucho frío”, cuenta Lucinda Gordillo, de 15 años. En esas horas se echa en falta otra cobija. Eso si no llueve, porque a través del techo lleno de agujeros se cuela hasta la última gota de lluvia. “Todo entero se llena de agua esto, todo. Y fuera también”, explica con las manos a la espalda de su vestido de colores mientras mira, tímida, al suelo.

El centro de la casucha está despejado y las escasas pertenencias se apilan contra las paredes de madera. El suelo de piedra fría arde a media mañana por el calor del metal del techo. Preside la estancia una barra de hierro en la que, hasta no hace mucho, bailaban para sus clientes las mujeres del burdel Rancho Las Vegas. A su alrededor, estas indígenas han amontonado, ordenadas, las escasas colchonetas y cobijas que les han dado. A un lado las mantas. Al otro la ropa de los niños. Encima de la barra del bar, donde se servían las bebidas para los clientes del burdel, han construido una despensa temporal presidida por un crucifijo y una imagen religiosa. En siniestros cuartuchos en la parte de atrás, donde la semana pasada se les apareció, ¿simbólica, quizá?, una serpiente peligrosa, duermen los hombres del grupo. Un par de jóvenes de 16 y 17 años hechos adultos de golpe.

“No hablamos castilla”, dicen ellas con timidez orgullosa. Pero algo sí entienden. No les ha quedado otra opción que aprender rápidamente pues de esta capacidad depende salir de dónde se encuentran sin engaños ni trampas. Isaías Gordillo Trejo, de 16 años, hace las veces de traductor. Él es el único que sabe leer y escribir castellano pero repite, con respeto sonrojado, que “son ellas las que saben todo. Nosotros ayudamos con la leña y lo que sea”, afirma cuando miembros de la Comisión Estatal de Derechos Humanos le preguntan si él es el portavoz del grupo.

Todos hablan en el exterior donde la sofocante luz alenta el pensamiento. En un lateral de la casucha, han construido sanitarios y duchas con el agua potable que les van dando las organizaciones religiosas y sociales. Un alambre improvisado hace las veces de canasta de basket y en largas cuerdas se seca la ropa de vivos colores que consigue que el paraje resulte hasta alegre por un instante. Pero es tan solo un instante ficticio que se evapora rápido bajo el sol que abrasa.

“Vinieron del gobierno para que firmáramos un papel por los alimentos que nos habían dado, pero no firmamos ninguno”, explica Nicolasa Hernández y es que la desconfianza se siente en el aire. Su vida y la de sus familias en delicado equilibrio. El miedo a firmar lo que no deben que ata las manos. “Como no quisimos firmar, no nos dieron más nada”, continúa esta menuda mujer cuyo marido, Mario López Gómez, está recluido en la sección “72 horas” de la cárcel de El Amate junto con otros cinco detenidos. Feliciano Hernández, Juan Gómez, Tomás Gómez, y Daniel y Jesús Gordillo Trejo. Mientras habla, varias mujeres acompañan a una voluntaria que hace recuento de los alimentos que necesitan. “No nos traigan maíz”, dice una de ellas, práctica, mientras su voz se aleja dentro de la casa. “No tenemos molino”.

Por ahora y para unos cuantos días, en este burdel convertido en albergue improvisado, tienen agua, alimentos y medicamentos que les han llevado varias organizaciones civiles y religiosas de San Cristóbal, Comitán, Ocosingo y Altamirano. Una ayuda necesaria pero que no soluciona el problema.

“Lo que queremos es que no nos dejen aquí, desamparados porque estamos aquí como esclavos casi, que ya nos dejen estar juntos para ver donde nos quieren llevar y donde vamos a vivir”, expone Isaías, los ojos profundos y negros, a los miembros de la Comisión Estatal de Derechos Humanos. Hace días que este joven espera poder ir a ver a su padre, recluido en El Amate. A cada momento les dicen que ya les van a mover “pero no nos llevan a ninguna parte ni nos dicen nada. Es puro pretexto”.

Los rumores de que los van a mover de sitio vienen y van como espuma de olas. Quizá tengan suerte y, como estamos en campaña electoral, algún político se apiade de ellas. Alegres perversiones del sistema. Quizá no tengan tanta y las separen, las debiliten, con los niños creciendo mientras las organizaciones luchan para sacar a sus padres y hermanos de la cárcel.
Arranca el último vehículo que ha venido a visitarlas y callan hasta los gritos y risas de los niños, que no han dejado de jugar hasta ese momento. Se sientan entonces al borde de la casa para ver cómo se van estas personas “que tan bien hablan castilla” y que, durante unos instantes, les han recordado que aún son niños. Ellas, muy pocas para tantos pequeños, aprietan los labios. Alguna palabra en su lengua viene para evitar que caigan las lágrimas. De nada sirve llorar aquí. Es la hora de comer.



Covadonga Murias Quintana

Centro de Derechos Humanos “Fray Bartolomé de las Casas” - Chiapas
5 de septiembre del 2007

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