domingo, agosto 07, 2011

El Dios del silencio

XIX Domingo Ordinario
+Mons. Enrique Díaz
Obispo Auxiliar
Diócesis de San Cristóbal de Las Casas

I Reyes 19, 9. 11-13: “Quédate en el monte, porque el Señor va a pasar”
Salmo 84: “Muéstranos, Señor, tu misericordia”
Romanos 9, 1-5: “Hasta quisiera verme separado de Cristo, si esto fuera para bien de mis hermanos”
San Mateo 14, 22-23: “Mándame ir a ti caminando sobre el agua”

La importancia del silencio

Las tecnologías nos han cambiado la vida y lo que antes nos llevaba largas horas de trabajo y de dedicación, ahora se puede realizar con tan sólo pulsar una tecla, oprimir un botón o cerrar una llave. Así sucede también con los programas grabados, con la música, con los discursos y con tantas formas de comunicación. En días pasados los alumnos experimentaban la capacidad de un disco y la forma de que pudiera almacenar todo un discurso en el menor tiempo posible. Sí, ya sé que hay mil maneras. Pero los jóvenes estudiantes fueron descubriendo que podían reducir a su gusto el silencio que queda entre las palabras. Empezaron a disminuirlo poco a poco, pero a alguien se le ocurrió que si con un solo comando suprimían todos los silencios sería mucho más fácil. Al intentarlo, ¡oh sorpresa!, lograron reducir muchísimo el tiempo, pero al quererlo oír era imposible pues se entremezclaban las palabras. Sin silencio las palabras no se entienden. “Es que también tiene su importancia el silencio”.


El Dios del silencio

Estamos acostumbrados a las grandes teofanías del Antiguo Testamento donde Dios se manifiesta en medio de truenos, rayos, humo y elementos sísmicos. Elías, el profeta del los rayos y los truenos, el profeta del fuego, el profeta batallador que destruye los ídolos, quiere acercarse a Dios. Lo espera con impaciencia buscándolo en los signos aparatosos y magníficos donde siempre lo ha encontrado. Pero el profeta que tanto ha hablado de Dios, ahora debe descubrir y “vivir” a Dios. Con sorpresa comprueba que el verdadero Dios no es el que vence con la espada, no es el que degüella a los cuatrocientos cincuenta profetas de los falsos dioses, no llega en el viento huracanado que parte las montañas y resquebraja las rocas, no se hace presente en el terremoto ni en el fuego… llega en el murmullo de una brisa suave… en el silencio que alcanza a percibir el corazón, en la intimidad de su alma, en lo profundo de su ser… ahí, siempre nuevo y sorprendente, llega el Señor. En el rumor de un tenue silencio habla el Señor. Quizás sea para superar nuestra sordera que Dios no se pone a gritar a todo volumen sino con un suave rumor sana nuestros oídos para que nos habituemos a escucharlo en el silencio. Entonces, igual que Elías, cubriremos con respeto nuestro rostro, nuestros falsos conceptos de Dios, y nos dispondremos a escucharlo.

Silencio, el sonido del amor.

Elías sale de la cueva transformado, ahora podrá hablar de Dios, no ya gritando e invocando fuego del cielo, sino en voz baja, susurrando palabras suaves que no profanan el misterio. En adelante cambia totalmente el tono y el estilo de su testimonio que se hace discreto, delicado, menos aparatoso sin que por ello pierda su energía y su verdad. Su testimonio tiene la fuerza del silencio de Dios. Sí, el silencio del amante que tiene mil cosas que decir y prefiere decirlas en silencio. El silencio en el lenguaje del amor es mensaje y comunicación. Y este es un rostro nuevo de Dios para muchos de nosotros que quisiéramos milagros estrepitosos, fundamentalismos intransigentes y declaraciones tajantes. San Pablo, en uno de esos arranques místicos, se sumerge en el interior de su conciencia para descubrir a la luz del Espíritu Santo, todo el dolor que le provoca la negatividad de sus hermanos. Cambia totalmente su actitud condenatoria y está dispuesto “hasta a verse separado de Cristo si eso fuera para bien de sus hermanos”.

A solas con Dios

También Jesús en el inicio de este pasaje obliga a sus discípulos a que abandonen la multitud después de la multiplicación de los panes, no les permite el ruido del triunfalismo ni se expone a los reconocimientos. A ellos los lanza a la navegación, mientras Él busca la soledad en el monte para, a solas, encontrarse con Dios, su Padre. Y es que para escuchar a Dios, igual que para escuchar a toda persona, se requiere el respeto, la acogida y la capacidad de escucha. Es una bofetada al amigo, cuando lo dejamos con la palabra en la boca. Es una irreverencia a Dios, cuando preferimos nuestros ruidos y no le damos el espacio ni el respeto a su persona. Claro que acoger a Dios implica el riesgo de tener que cambiar nuestras actitudes y nuestros fundamentalismos que sacrifican la verdad y la relación con el verdadero Dios, en aras de nuestras seguridades. Cuántas veces estos fundamentalismos se convierten en violencia agresiva y en eliminación de quien no piensa como nosotros. Escuchar a Dios es poner en Él nuestras seguridades y abrirnos al hermano que se transforma también en rostro de Dios. La seguridad del amor de Dios y del amor a Dios, lejos de hacernos intransigentes, nos conduce a la máxima fidelidad a Él conjugada con la máxima capacidad de acogida a quien es distinto, y de igualdad fraterna.

Tranquilícense y no teman

A diferencia de la paz y comunicación de Jesús, los discípulos se ven sometidos a las sacudidas de la tormenta y a los vaivenes del viento contrario. Están agitados y la oscuridad de la noche aumenta su temor. Con el alba llega también Jesús, y con Jesús, después de las primeras confusiones, la paz, la tranquilidad y la armonía. Sus palabras consoladoras tienen que ser escuchadas: “Tranquilícense y no teman. Soy yo”. Y ya en confianza, acepta el reto lanzado por Pedro de concederle caminar sobre las aguas. Jesús hasta ese capricho concede, pero Pedro al caminar sobre las aguas pierde sus seguridades y se hunde recibiendo el reproche de Jesús: “hombre de poca fe”. Para la relación con el Otro, para la relación con Jesús, se tiene que abandonar toda seguridad propia y establecer una relación plena y confiada para abriendo los brazos ponerse en las manos de Dios.

Este relato contiene una enseñanza dirigida a la comunidad cristiana de todos los tiempos, para que afronte con apertura y valentía el encuentro con Jesús, para que acepte los riesgos del diálogo con Dios, y para que sintiendo su presencia, no vacile ni tenga miedo ante las dificultades que la acosan. Como Pedro y los demás discípulos sentimos los fuertes vientos que hacen vacilar nuestra barca y zarandean nuestras seguridades. Nos provocan temores y estamos a punto de naufragar. Nuestra tentación es buscar nuestras seguridades y no escuchar “el silencio amoroso” de Dios, no acogernos a la mano que nos tiende Jesús. Acerquémonos, descubramos esta manifestación de Jesús que primero se hace cercano a la multitud hambrienta y después viene en busca de aquellos hombres asustados y desorientados. Que Él transforme nuestra noche atormentada en un amanecer de paz y alegría. ¿Sabremos descubrir el silencio amoroso de Dios? ¿Cómo puedo hoy dar espacio a su mensaje? ¿Cuáles son mis actitudes de escucha? ¿A qué me compromete este encuentro?

Señor Jesús, que te haces presente en medio de las tempestades y las tormentas, tiende tu mano abierta y amorosa a quien se ahoga en sus ruidos, sus seguridades y sus egoísmos. Amén.

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