viernes, agosto 29, 2008

Con alegría en el corazó

XXII Domingo Ordinario

+ Enrique Díaz Díaz 
Obispo Auxiliar de San Cristóbal de Las Casas


En aquel tiempo, comenzó Jesús a anunciar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para padecer allí mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que tenía que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. 

Pedro se lo llevó aparte y trató de disuadirlo, diciéndole: “No lo permita Dios, Señor. Eso no te puede suceder a ti”. Pero Jesús se volvió a Pedro y le dijo: “¡Apártate de mí, Satanás, y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres!” 

Luego Jesús dijo a sus discípulos: “E1 que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla? 

Porque el Hijo del hombre ha de venir rodeado de la gloria de su Padre, en compañía de sus ángeles, y entonces le dará a cada uno lo que merecen sus obras” (Mt 16, 21-27). 

Un cuentito
“Te seguiré a donde vayas” le dice un joven entusiasta a Jesús. “Toma mi cruz y sígueme” De un montón de cruces el valiente joven escoge la más grande y pesada y emprende el camino detrás de Jesús. Barrancas, subidas y bajadas, caminos penosos, pronto empiezan a cansar al joven. “Le cortaré un poco de arriba y un poco de abajo a mi cruz, al fin que allá había cruces más pequeñas” Con la cruz más liviana avanza un más rápido. Pero el camino se estrecha y estorban los brazos de la cruz: “Cortaré un poco de los brazos porque si no me será imposible seguir a Jesús”. Continúa su camino, pero el sol y la fatiga hacen estragos y así continúa cortando una y otra vez los extremos de su cruz hasta terminar reducida a una pequeñita cruz colgada en su pecho. El final del camino es un enorme castillo pero con sólo una pequeña ventana colocada en lo alto. “Jesús, ya estoy aquí” exclama entre triunfante y temeroso el joven. “Entra” Le dice Jesús. “Pero ¿cómo?”, responde el joven. “Sube por tu cruz hasta la ventanita y entra en mi Reino” y el joven se queda contemplando la minima cruz que cuelga de su pecho y que es inútil para alcanzar la ventana. ¡Ya no era la cruz de Jesús!

Seguir a Jesús
Nos gusta seguir a Jesús, nos gusta escuchar su palabra y quedamos admirados y sorprendidos al contemplar su actuar, su misericordia y su poder. Nos gusta descubrir su bondad pero ¿cargar su cruz?, eso es otra cosa. Colgaremos cruces preciosas en nuestro pecho, adornaremos nuestras habitaciones con impactantes crucifijos, coronaremos nuestros cerros de enormes cruces y cada construcción tendrá su pequeña o grande cruz, pero ¿cargarnos la cruz de Jesús? Lo pensaremos dos veces. Nosotros igual que Pedro lo alabaremos y diremos que es el Mesías y el Hijo de Dios, pero ¿seguirle sus pasos? ¡Qué difícil! 

La parte superior
Así empezamos a acomodar la cruz a nuestros gustos y caprichos y lo primero que le reducimos es su cabezal, la parte superior, la que está dirigida a Dios. Y lo colocamos lejos de nuestra vida, sin renunciar a Él, pero sin que intervenga en nuestra vida. Seguimos nuestros caprichos y ajustamos las reglas a nuestro parecer. ¿La concepción de la vida? Le ponemos nuestras leyes e iniciará cuando nosotros digamos. Excluimos a Dios de la actividad diaria, de los negocios, de las relaciones… todo lo hacemos a nuestro gusto y a nuestro antojo. Nuestros pensamientos no son los de Dios. Y se quita a Dios de la vida para disfrutarla, para gozarla y romper con toda regla: alcohol, sexo, droga, desenfreno… Después se acaba en el vacío, en el sin sentido de la vida que lleva, sobre todo a muchos jóvenes, a pensamientos suicidas y a actitudes destructivas. ¿Cómo se puede vivir sin Dios? Pero nosotros lo hemos expulsado de la vida porque “nuestros pensamientos, no son los pensamientos de Dios”.

La parte inferior
Pero tampoco nos gusta mucho la parte inferior de nuestra cruz y la adaptamos a nuestro parecer. Nos olvidamos que debemos estar en sintonía y armonía con la naturaleza y con el universo. Rompemos los esquemas y abusamos de la naturaleza, del agua, del aire, de los recursos naturales. La basura, la contaminación, el desperdicio, todo lo lanzamos en contra de nuestro mundo y lo asfixiamos con tal de aprovecharnos de él. Petróleo, minerales, bosques, plantas y animales son dañados por nuestra ambición. No queremos límites, no queremos reglas y la naturaleza se rebela y se vuelve agresiva contra el hombre. Pero es el hombre quien primeramente ha degradado y deformado su casa natural. Y no somos conscientes, seguimos cortando esa parte inferior de la cruz, esa parte que nos sostiene y nos da vida. Pero queremos hacer la cruz a nuestro gusto. ¿Dónde podremos sostenernos?

Los brazos
Los brazos de la cruz nos estorban para el camino. Esos brazos son para encontrar al hermano, para sostenernos mutuamente, para enlazarnos en abrazo de amor. Pero los brazos de la cruz estorban a quien camina en el egoísmo y la ambición. Los cortamos y los hacemos a nuestro arbitrio. Preferimos la felicidad solitaria nacida de la injusticia, al ideal de Jesús de una vida de hermandad y compresión. Los asaltos, la mentira, los engaños, son cotidianos con tal de conseguir nuestros triunfos. No importa pisar al hermano, con tal de escalar unos peldaños más. Rompemos con el otro, lo ignoramos o lo discriminamos. No lo reconocemos como hermano, porque creemos que el compartir nos empobrecerá, cuando no hay mayor felicidad que el bien compartido. 

Una cruz que mata
Al final nos quedamos con una cruz muy pequeñita, hecha a nuestro modo. Entonces escuchamos las palabras de Jesús: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida?” Parecería que todo se nos vuelve en nuestra contra. Al haber roto con Dios, la vida pierde el sentido y vagamos sin rumbo; al haber destrozado la naturaleza, nos sentimos agredidos y como extraños en nuestro propio mundo; y al haber roto con los hermanos nos perdemos en nuestra soledad y egoísmo. ¿De qué ha servido nuestro esfuerzo sin nos encontramos en la peor de las infelicidades? El hombre sólo puede ser feliz cuando se encuentra en armonía con Dios, con la naturaleza y con los hermanos, parecería una pesada cruz, pero es una cruz que da vida y más si lo hacemos al estilo de Jesús: por amor, con amor y en el amor. ¿Cómo cargamos nuestra cruz? ¿Qué partes le hemos destrozado? También para nosotros son las palabras de Jesús: “Toma tu cruz y sígueme”, entonces encontraremos la verdadera felicidad. Sólo la cruz de Jesús da vida.

Padre lleno deternura, de quien procede todo lo bueno, inflámanos con tu amor y acércanos más a ti, a fin de que descubriendo la vida que nos trae la cruz de Jesús, la llevemos con alegría y fidelidad para construir su Reino de Amor. Amén

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