Byron Solís
Desde sucumbíos
“Eran las 23:55 del viernes y se comenzaron a escuchar estruendos, como rayos de lluvia”, recuerda Elisa Samaniego. Ella habita en el poblado colombiano de Nueva Unión, ubicado a 10 kilómetros detrás de la zona del ataque que realizó el Ejército colombiano al grupo guerrillero.
Con la mirada baja continúa: “desde ese instante ya no pudimos dormir porque las ráfagas de metralleta parecían que pasaban por el patio de la casa”, concluye antes de perderse en la espesa vegetación.
Tomás, quien se niega a dar su apellido, vivió una historia similar. Este joven es oriundo del sector de Santa Rosa, ubicado a hora y media en canoa de Pueblo Nuevo, el último asentamiento ecuatoriano en la zona de frontera. Él cuenta que todo el pueblo estaba descansando cuando de pronto el cielo se alumbró de colores y se comenzaron a escuchar disparos abundantes. “Así pasó toda la noche hasta casi las 11:00 del sábado”, repite sin mayor preocupación. Asegura que entre la maleza se escuchaban movimientos inusuales. Ni él ni su madre se imaginaron que se produciría un enfrentamiento tan grande.
Minutos antes de llegar a Santa Rosa, a orillas del río San Miguel, está la finca de don Urnel, un campesino colombiano que se dedica al cultivo de cacao y a la cría de ganado. Su hijo John Fredy, de 10 años, dice que cuando comenzó el combate, su madre, Inés, los metió a él y a sus dos hermanos menores debajo de la cama, por varios minutos.
“Es que parecía que la casa se caía porque los aviones de guerra de Colombia pasaban a cada momento para este lado”, señala el pequeño cabizbajo.John Fredy, quien habita a pocos metros de uno de los hitos que separa al territorio colombiano del ecuatoriano, insiste que algunos enfrentamientos anteriores se han producido en los sectores de Algotora y Coebi, en el lado ecuatoriano del río Putumayo.
En Puerto Colombia, también a orillas del San Miguel, los pobladores, mientras juegan billar y las mujeres lavan ropa en el río, comentan que este ataque fue uno de los más fuertes y más largos que han vivido. “No había un solo instante en la noche en que se deje de escuchar las ráfagas de los fusiles”, dice Claudio, un comunero.
Toma un respiro y continúa: “Los ataques siempre son por la noche y han durado dos o tres horas, pero el del viernes fue por más de once horas, por lo que no podíamos salir de nuestras casas”, se queja enojado.Elisa, Tomás, John Fredy y Claudio nunca pensaron que el segundo jefe guerrillero, para referirse a Raúl Reyes, se encontraba en esta zona.
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