miércoles, julio 18, 2007

IGLESIA SANTA Y PECADORA

+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo de San Cristóbal de Las Casas

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El Cardenal de los Angeles, Roger Mahony, acaba de pedir perdón por los delitos sexuales perpetrados por varios sacerdotes contra menores de edad. Son abusos innegables, vergonzosos y reprobables desde todos los aspectos. Su arquidiócesis fue obligada a pagar una altísima indemnización a las víctimas, advirtiendo que las faltas cometidas no se borran con dinero y comprometiéndose a luchar por que esos hechos no se repitan. No fue una culpa personal, sino que la asumió en nombre de la institución eclesial. Y como éstos, no faltan otros casos pecaminosos no sólo de sacerdotes, sino de cuantos formamos esta Iglesia. Lamentablemente no son exclusivos de los católicos, sino que acontecen también en otras confesiones cristianas. Es la realidad que no podemos negar ni ocultar.

En contraste, nos gloriamos de una inmensa pléyade de beatos y santos, de mártires, de personajes que han hecho mucho bien a la humanidad, inspirados por su fe católica, y de muchísimas personas cuya vida es un vivo reflejo del Evangelio. Algunos han sido canonizados, es decir reconocidos oficialmente como santos, pero la gran mayoría viven y conviven con nosotros con una gran sencillez en su catolicismo. Podríamos recordar, entre otros, a San Francisco de Asís, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, a los llamados Padres de la Iglesia de los primeros siglos, así como a la Madre Teresa de Calcuta, Maximiliano Kolbe, Juan Diego, Rafael Guízar y Valencia, Miguel Agustín Pro, etc., etc., etc. Yo podría dar testimonio de la santidad de muchos de nuestros catequistas y diáconos, cuyos nombres no son famosos en este mundo, pero están en el corazón de Dios. Hay mucha santidad.

JUZGAR
Dice el Concilio Vaticano II: “Mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado (Hebr 7,26), no conoció el pecado (cf 2 Cor 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf Hebr 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (LG 8).

Dios es santo y, porque nos ha hecho sus hijos desde el bautismo, estamos llamados, jerarquía y fieles, a ser santos como El. Esta es nuestra vocación: la santidad. Por nosotros mismos no la podemos alcanzar; pero Cristo, Cabeza de la Iglesia, es quien nos santifica, como dice el mismo Concilio: “La Iglesia creemos que es indefectiblemente santa. Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado ‘el único santo’, amó a la Iglesia como su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (cf Efr 5,25-26), la unió a Sí como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios… Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe manifestarse en los frutos de gracia que el Espíritu produce en los fieles…, en cada uno de los que se acercan a la perfección de la caridad en su propio género de vida; de manera singular en la práctica de los llamados consejos evangélicos” (LG 39).

La Iglesia Católica es santa, porque Cristo la hace santa; no son, pues, méritos personales. En este sentido, es objeto de nuestra fe, como profesamos en el Credo de los Apóstoles: “Creo en la santa Iglesia católica”; o en la versión niceno-constantinopolitana: “Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica”. Esta santidad es objeto de fe, porque muchas veces no la percibimos tan claramente. Si no fuera por Cristo, no la habría.

Sin embargo, somos pecadores. Esta es nuestra realidad, que constatamos no sólo en los demás, a quienes criticamos, sino en nuestra experiencia personal. Jesucristo vino no por los santos y justos, sino por los pecadores. Y su Iglesia está llena de pecadores. Sólo los fariseos no reconocen su propia falta, y se especializan en juzgar y condenar a los demás.

Ya Juan Pablo II, al preparar la celebración del Gran Jubileo de la Encarnación del año 2000, decía que “es justo que la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos a la largo de la historia… Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe” (Tertio Millenio Adveniente, 33).

Y el actual Papa Benedicto XVI, antes de ser elegido, en las meditaciones que escribió para el Vía Crucis en el Coliseo Romano, el 25 de marzo de 2005, decía en la IX Estación: “¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz? Quizá nos hace pensar en la caída de los hombres en general, en que muchos se alejan de Cristo, en la tendencia a un secularismo sin Dios. Pero, ¿no deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? ¡En cuántas veces se abusa del santo sacramento de su presencia, y en el vacío y maldad de corazón donde entra a menudo! ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin darnos cuenta de él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y también entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! ¡Qué poco respetamos el sacramento de la reconciliación, en el cual él nos espera para levantarnos de nuestras caídas! También esto está presente en su pasión. La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo más profundo del alma: Señor, sálvanos (cf Mt 8,25)”. Reconocemos, pues, ser pecadores.

ACTUAR
Dice el Concilio: “Los seguidores de Cristo han sido hechos por el bautismo verdaderos hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina, y por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron. El Apóstol les amonesta a vivir como conviene a los santos (Ef 5,3) y que, como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia (Col 3,12) y produzcan los frutos del Espíritu para la santificación (cf Gál 5,22; Rom 6,22). Pero como todos caemos en muchas faltas, continuamente necesitamos la misericordia de Dios y todos los días debemos orar: Perdónanos nuestras ofensas (Mt 6,12) (LG 40).

Reconozcamos nuestros pecados, pero al mismo tiempo tengamos puesta la seguridad de nuestra fe en Cristo resucitado. Nosotros podemos pecar, pero El no. El cimiento de nuestra fe es Cristo. Aunque algunos fallemos, mantengámonos firmes en El y en su santa Iglesia.

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