
Santiago Fourcade
“Llegaste puntual, recién son las nueve, hora de Dios, bienvenido”. En tono amable, Javier Lago no tarda en marcarme la diferencia entre su gente y el presente mexicano. De 41 años, Hajj Suleimán, como también se le conoce, es miembro de la Comunidad Islámica de México y protagonista de uno de los más interesantes fenómenos religiosos del continente: el de los indígenas musulmanes de Chiapas.
Con Alá como único dios, más de 300 tzotziles y tzeltales ya abrazan al Islam en una región tradicionalmente dominada por los férreos mandatos católicos y, más recientemente, por el agresivo proselitismo evangélico. Encontrar a los responsables de esta transformación no es difícil. Javier me lo explica al guiarme por las calles de Nueva Esperanza, zona periférica de San Cristóbal de las Casas donde un puñado de españoles musulmanes desembarcó hace 12 años con un sueño a cuestas. “Para nosotros el Islam no es sólo una religión, es imprescindible desarrollar un proyecto integral. Es un estilo de vida y queremos inculcar la vuelta a las raíces, donde la usura y el capitalismo sean desterrados”. Y agrega: “Confiamos en Alá, él nos guía en este camino hacia los principios más puros enseñados por el profeta. Vinimos hace años con un propósito sustentado en la visión de nuestro emir Nafia, y ahora podemos decir que está dando sus frutos”.
La confianza de Suleimán no es en vano. Se está refiriendo a su líder, Eureliano Pérez Iruela, quien llegó a principios de los noventa para organizar la denominada Comunidad Islámica de México. Al igual que sus seguidores españoles es originario de Córdoba y responde a las enseñanzas sufíes del escocés Ian Dallas, cabeza visible del Movimiento Mundial Murabitun, con sede en España. Muchos los han acusado de peligrosos, otros de sectarios pero, en un estado como Chiapas, donde la población civil sufre violaciones constantes a sus derechos civiles y donde las comunidades indígenas pocas veces tienen acceso pleno a educación, salud y bienestar, ¿quién puede negar el aporte de esta pequeña comunidad? Lejos de las hipocresías y los prejuicios religiosos de los mayores, allí 50 niños reciben clases diarias donde se les enseña las materias propias de la educación primaria pública, además de educación física y ballet. “Intentamos darles una formación integral básica, aquí vienen chicos de todos las edades con diferentes niveles de aprendizaje. Por ahora vienen sólo de nuestra comunidad musulmana pero más adelante abriremos las puertas a todos, sin excepción”, dice Ana Aisha López, directora de la escuela, mientras me invita a quitarme los zapatos para recorrer los dos pisos alfombrados del edificio. “Los niños empiezan el día aprendiendo a recitar en árabe el Corán, luego pasan a los comedores y aulas. El respeto, orden y limpieza es fundamental, somos estrictos como cualquier otra escuela, pero seguros de que les mostramos el mundo sin filtros”.
Los mayores tampoco quedan exentos de la instrucción religiosa fundamental. Siguiendo las premisas de los Murabitun, utilizan el método antiguo para memorizar y aprender el Corán. Mediante pizarras de arcilla frescas, escriben las oraciones con una varilla y no pueden borrarlas hasta haberlas memorizado. Esta tradición fortalecería su lazo con aquellas enseñanzas tradicionales provenientes de la ciudad de Medina, en las épocas del profeta Mohamed.
Complementando las estructuras de autosuficiencia establecidas por los sufíes, a la comunidad hay que agregarle su pizzería, panadería, carpintería y ferretería. Éstas fueron ubicadas en un predio comprado por la organización hace varios años con el objeto de obtener el permiso legal que los reconozca como Asociación Religiosa. Lejos de obtenerlo, han padecido persecuciones, continuos litigios y acusaciones por disputas migratorias como pantalla de un conflicto que no parece capaz de resolverse a corto plazo. Aunque la Iglesia católica los apoye y las comunidades circundantes se hayan volcado por ellos, los círculos evangélicos y presbiterianos son algunos de los actores que siguen influyendo para que se les denomine como un “foco rojo religioso”, figura que el gobierno mantiene intacta para continuar vigilando la zona. “Estamos tranquilos con nuestro trabajo, no vinimos a destruir. Ya nos acusaron de todo, hasta de simpatizar con ETA; invitamos a cualquier misión de España o Estados Unidos para que certifique nuestras actividades”.
Quienes los tildan de conflictivos no olvidan un episodio. En 1994 el emir Nafia entregó un documento al subcomandante Marcos donde detallaba sus objetivos a largo plazo en México. Fuertes criticas al gobierno y recomendaciones en lo económico, político e ideológico convergían en un escrito que veía en el levantamiento zapatista la oportunidad adecuada para llevar a cabo sus acciones. La línea era clara y no negociable para los Muribatum: el Estado no podía ser reformado, debía ser derrocado para que los hombres y pueblos puedan vivir. Marcos nunca contestó. “Es cierto que el documento existió. Pero no había plan; Eureliano, que era el único en Chiapas en esa época, sólo mostró su afinidad con el levantamiento”, enfatiza Javier, y continúa: “Hoy puedo decirte que el tiempo nos dio la razón. El EZLN se diluyó entre el marketing y la tibieza política. Nosotros, en cambio, seguimos creciendo basados en los preceptos del profeta. ¿El tiempo? Aquí no es un parámetro”.
Acompañado por Esteban López Hajj Idris, máxima autoridad luego de Nafia, el recorrido por la carpintería y la ferretería completa la visión que los musulmanes tienen para su comunidad, una donde jóvenes indígenas aprenden oficios y trabajan artesanalmente la madera que a futuro será vendida en San Cristóbal. “El papel de los gremios es fundamental. Establecemos una estructura jerárquica donde los jóvenes evolucionan desde aprendices hasta maestros, asimilando la importancia del comercio a la vieja usanza”, explica. Y concluye: “Debemos dejar de lado el sistema bancario y su imposición de monedas ficticias. La meta debe ser lograr un mercado libre donde los gremios y los precios pautados por una autoridad colectiva destierren al actual sistema usurero”.
En las calles se respira tranquilidad. Lejos del duro radicalismo que estos conceptos denotan para un extraño, los indígenas que se convirtieron al Islam muestran total convicción por su elección y, aunque aún se hable de las peleas internas que se suscitaron hace años cuando cinco familias decidieron alejarse de la influencia sufí, lo interesante sería comprender por qué continuaron siendo musulmanes y no volvieron a sus tradiciones católicas. “El comienzo puede ser difícil, pero una vez que te sientes iluminado por Alá todo cambia. Claro que para la gente más grande es más difícil, llevan años con costumbres demasiado arraigadas”, dice Raúl, de 23 años, un referente de los jóvenes. Nacido en San Cristóbal, es hijo de una familia chamula que debió huir de San Juan por las persecuciones originadas desde los usos y costumbres comunales del indigenismo sincrético-católico. “A mis amigos les cuento sobre esta religión, pero sobre todo del estilo de vida, que así debe ser tomado. No me importó dejar las tortillas, la cerveza o el cerdo; aquí pude desarrollar mis habilidades manuales y por eso estoy agradecido”.
“No hay más dios que Alá y Mohamed es su único profeta”. Mientras dejo la comunidad, la frase del mural parece despedirme de un mundo tan intrincado como asombroso. El de cientos de musulmanes en uno de los bastiones de la evangelización colombina y el de un grupo de españoles que reúne tantas críticas internacionales como halagos de la castigada población tzotzil. Quien busque respuestas a este fenómeno deberá analizar el presente del sur mexicano, donde los intereses político-religiosos son los catalizadores del olvido al que los indígenas de Chiapas parecen confinados.
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