lunes, septiembre 21, 2009

Tiraron a matar a los ilegales

Comitán, Chis; 19 de septiembre.- Para los inmigrantes centro y sudamericanos que sobrevivieron al ataque armado, del pasado viernes, no hay duda, que fueron soldados los agresores.

En el Hospital Regional de Comitán, los ecuatorianos Gustavo Mallén Cela y Edgar Cancea Zúñiga, de 25 y 33 años de edad y el salvadoreño Fredy Enrique Mancilla, de 33, convalecen de las heridas que les causaron las balas de los fusiles.

No se detuvo

El presunto traficante que de acuerdo a documentos encontrados en la camioneta corresponde a Filiberto Hernández, se sobresaltó cuando transitaba por una vía que discurre paralela a la Panamericana.

La camioneta Dodge, de color blanco circulaba de sur a norte, cuando se topo de frente con una patrulla del Ejército en San Antonio El Copalar, cercano a la Base Aérea Militar y sede del 91 Batallón de Infantería.

La tarde del viernes, Filiberto llegó a Comitán, procedente de Teopisca, después de comer se dirigió hacia la zona de los Lagos de Montebello.

Al caer la noche, el presunto traficante tomó la ruta de regreso con la Dodge en el camino de terracería que lo llevaría a Comitán y proseguir hacia San Cristóbal, pero todo cambió cuando se encontró con el retén militar.

El presunto traficante no obedeció la orden para detenerse cuando un oficial le marcó el “alto”.

Los inmigrantes escucharon el bullicio de los uniformados cuando ordenaron seguir a los “sospechosos” en sus vehículos Hummer, que dejaban una estela de polvo.

Entonces sobrevinieron los disparos a la unidad que conducía Filiberto sobre ese camino que tantas veces ha usado, para bordear Comitán por el lado oriente.

Los extranjeros tenían poco más de 20 minutos de viajar en la camioneta. La mañana del viernes dejaron Guatemala y entraron a México por un cruce clandestino.



Rezaron



Pero cuando escucharon que las balas pasaban sobre ellos y abrían boquetes en el medallón y lámina del vehículo, no les quedó más que apretujarse en la lámina donde botaban a cada piedra y agujero que encontraba la Dodge en su camino. Las llantas eran otro de los objetivo de los tiradores que se parapetaban en los vehículos.

Las balas hacían un chaquillo sordo, como si alguien golpeara con un cincel la lámina, pero los disparos ya no eran para el vehículo, sino contra los hombres que iban tendidos en la camioneta. Fue entonces que empezaron a rezar.

Por momentos, la camioneta estuvo a punto de volcarse, pero Filiberto maniobró la unidad con destreza, aun cuando la llanta trasera izquierda ya no llevaba aire y las piedras arrancaban trozos de neumático para dejar desnudo el rin.

Cuando el vehículo se desplazaba en tres llantas y había perdido velocidad, los atacantes cambiaron la trayectoria los disparos y los dirigieron al medallón para tirarle a la “cabeza” del conductor y el copiloto.

Para las 20:15 horas, tres de los inmigrantes estaban heridos, con disparos en la boca, en la mano, en las piernas y espalda.

Un joven regordete de zapatos de color azul, playera roja y pantalón de mezclilla había perecido de un disparo en la sien. Su rostro se tiñó de sangre y ésta alcanzó a correr por la plataforma de la camioneta. Todos los extranjeros llevaban teñida la ropa y cuerpo de motas de líquido rojo y tibio.



Disparos certeros



Otro de los heridos graves era Filiberto con un disparo limpio en el omóplato izquierdo. El agujero de la espalda, de una pulgada de ancho, era una fuente de sangre que le mojaba la espalda y caía hasta el piso de la cabina de la Dodge.

Filiberto, que vestía botas vaqueras, pantalón de mezclilla y camisa de cuadros, había disminuido su fortaleza y fue cuando decidió detenerse en un camino de extravío, desde donde se apreciaba el tintineo de las luces de Comitán.

Cuando Filiberto huía, los agresores arribaron en sus vehículos todo terreno y todavía se dieron tiempo de encarar a los inmigrantes. “¡Quietos!”, “¡No se muevan!”, pero el ánimo cambio cuando vieron que estaban gravemente heridos y eran extranjeros que iban de paso a los Estados Unidos.

Fue entonces que los heridos vieron a los hombres vestidos de color verde que proferían amenazas y ordenaban a los inmigrantes a que no se movieran, pero lo único que podían hacer era pronunciar ayuda por el intenso dolor que tenían.

En ese momento, Filiberto caminaba entre los matorrales y después de caminar 300 pasos, cayó de rodillas y no pudo levantarse más.

A lo mucho pasó un cuarto de hora, para que arribara un grupo de socorristas que no pudo ingresar al lugar, porque “no había permiso”, fue entonces que retornaron a su base.

Los soldados entonces huyeron del lugar y un silencio reinó entre los inmigrantes heridos. A los pocos minutos llegaron entonces patrullas de la policía, del Ejército y del Instituto Nacional de Migración y los socorristas.



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